En la sociedad de consumo compulsivo, de olvido fácil y rápida reposición, la auténtica amistad es un lujo del que pocos disfrutan realmente, un bien tan amenazado como el medio ambiente. Huérfana del oropel de antaño, ha comenzado a cotizar a la baja: Escuálida en la selva bulímica de la mercadotecnia, víctima del trueque, se convierte en artículo de usar y tirar. Un valor desdibujado por el espejismo de una sociedad en la que prima la apariencia y lo superficial. Hoy, la verdadera amistad, admitámoslo, está de capa caída. Se practica poco o de forma forzada.
Los amigos, en nuestra zarandeada sociedad del siglo XXI, no pasan a menudo de ser compañeros del bregar diario, conocidos ajenos a nuestra voluntad, colegas de infortunio en el deambular de la existencia o, lo que es peor, amiguetes, es decir, individuos de nuestra especie que están ahí por azar, porque nacieron en nuestro barrio, poblaron las mismas aulas o talleres o tal vez sólo se emborracharon con nosotros. Pero los camaradas se hacen sobre todo en las horas duras, en el trasiego del dolor o la prueba del heroísmo, y eso, francamente, no es lo habitual. Lo que manda en la calle, lo que vemos aquí y allá, es la amistad de circunstancias, mientras valga para algo. Los amigos han llegado a ser artículo de consumo que sirven para el bienestar y, si molestan, se cambian u olvidan.
Así que un nuevo paradigma globalizador marca a la amistad en estos tiempos en que las decisiones personales tienden a tomarse sin consideración por nadie. Así fueron los años 90. “Si buscas un amigo, cómprate un perro”, era la consigna. Y hemos comenzado a transitar por el siglo XXI dispuestos a prescindir de algo que, como reza un proverbio turco, “duplica las alegrías y divide las angustias por la mitad”.
martes, 5 de enero de 2010
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